¿Aguamalas o aguavivas?
Nunca me había picado una aguamala en mi vida hasta hace unos meses.
Desde que me picó la primera vez, ya van tres veces.
Y desde esa primera vez, ya siempre entro con miedo al mar –un miedo un poco agazapado porque yo trato de pretender que no existe– y entro todos los días.
Le he dado vueltas a este asunto como si fuera el asunto más importante sobre la tierra: la picadura de una aguamala, porque me ha mostrado tantas facetas sobre la vida que es ahí donde ratifico el carácter pedagógico de cada experiencia puesta en nuestro camino.
Entrar al mar con la muy alta probabilidad de ser picada es lo que está en mi mente antes de entrar, mientras estoy ahí, y cuando voy saliendo.
¿Por qué sigo entrando a pesar del miedo? ¿Qué me lleva a sumergirme a pesar de la certeza de que están cerca? ¿Qué me lleva a volver cuando podría evitarlas?
Y la respuesta es que no se evita la vida.
No puedo –ni quiero– evitar ese pedacito de vida representado por la inmersión en el mar, porque eso sería como decirle a la vida que voy a dejar de vivirla. Y esto puede sonar obvio –lo es– pero ante lo obvio debe haber un espacio para poder mirarlo, porque de lo contrario, esas obviedades que existen en todas partes no nos entregarían nada –no conscientemente–.
Y lo que he pensado, mientras este pensamiento obvio llega a mi mente al contemplar este asunto antes inexplorado, es que tenían razón quienes le dieron el nombre de aguavivas a este animal al que nosotros llamamos aguamalas.
No sé cuándo, pero fue hace muy poco que leí en alguna parte la expresión aguavivas, y tampoco sé por qué supe inmediatamente que se referían a ellas.
No lo busqué para ratificarlo, pero la asociación llegó como esas certezas que nos sacuden la cabeza cuando aprendemos algo que jamás nadie, en nuestra presencia, había mencionado.
Así que al darle vueltas a este asunto, pensé, ¿será que sí son aguamalas, o más bien son aguavivas? Porque eso es lo que generan –a pesar del dolor– o lo que han generado en mí: vida.
Ante la probabilidad de ser picadas por ellas y seguir decidiendo entrar al mar, lo que estamos generando dentro de nosotros es vida, o la decisión de seguir aferrándonos a ella, construyéndola, viviéndola. Y darnos cuenta, de que ante cada encuentro con ellas, con el miedo manifestado, con la ratificación de las probabilidades, el único producto resultante es fortaleza.
Recuerdo la primera vez que fui picada. Ocurrió mientras estaba nadando así que fueron mi brazo y parte del pecho los que se vieron afectados. Una conmoción sin nombre me invadió, un desasosiego, varias lágrimas. Un choque al verme sentir algo que nunca había sentido, al verme viviendo lo que pensé que solo vivían otros. El miedo intensificado al día siguiente.
Pero recuerdo también la segunda, y la tercera, que fue ayer.
Con la tercera, está el grito que no hay cómo evitar, el hijueput*azo siempre presente, y la salida rápida del agua –pero ya no como si el mundo fuera a acabarse, como la primera vez–.
Ya simplemente salir, lavarme y en dos minutos, estar acostada recibiendo el sol.
La vida sigue.
Ya el drama se aminora.
El dolor sabemos que se extingue rápido.
Y que no nos va a matar.
Y sí, ojalá no nos picaran, pero si sabemos que existen, y que nos van a picar, ¿qué vamos a hacer? y, ¿cuánto vamos a demorarnos en acostarnos a recibir el sol una vez nos hayan picado?
A cada dificultad dentro de nuestras vidas, entonces, podríamos llamarla aguaviva. Porque existen, sabemos que van a seguir existiendo, que van a estar con o sin miedo, pero que al vivirlas no se están llevando la vida –aunque así se sienta muchas veces– sino que nos la están devolviendo. Aguavivas.
Cada dificultad es el recordatorio de que hay vida (adentro y afuera) y que a esa vida cuesta vivirla, pero mientras vamos viviendo lo que cuesta, cada vez deja de costar –un poco más–.
Que el mar –la vida– siga siendo refugio a pesar de la certeza de que en algún momento va a doler.
Que las aguamalas –aguavivas– nos sigan entregando testimonios de vida de que asustan, pero que no serán más grandes que nosotras.
Que ante la pregunta de sumergirnos o no sumergirnos, decidamos siempre, lanzarnos a ese mar, que nos espera.