Escribe sobre la perfección
Hace unos días vi la película RUBIA, sobre la vida de Marilyn Monroe.
Uffff.
Primero, muy recomendada.
Segundo, qué tanto no sabemos. Qué tantas suposiciones. Qué tantas vidas tan hondas y tan propias y tan oscuras tantas veces, tras apariencias deseadas, amadas, aclamadas, buscadas, perfectas.
Escribe sobre la perfección –recibí esta frase en este instante, aquí, mientras escribía el inicio de este Fragmento, sin saber con qué continuar.–
La perfección es aquello que todo el mundo cree que alguien más tiene.
La perfección es un vestido fotogénico, bajo el que las costillas duelen.
La perfección es una tarjeta de crédito a reventar.
La perfección es un paraíso blanco de nieve, con las imposibles tareas de adaptar las llantas de los carros para que puedan andar, de salar las calles, de no poder comer en las terrazas.
La perfección son fachadas antiguas llenas de detalles imposibles de pagar, con 40 metros cuadrados en su interior; a duras penas se puede caminar.
La perfección son las risas con todo el mundo, menos con quienes esperan después del trabajo, en el comedor, antes de dormir.
La perfección es eso que se ve, que siempre está mintiendo.
La perfección es eso que quien lo tiene (o quien lo quiere tener), sufre por tener, o sufre por conseguir, o sufre por mostrar, o sufre porque el otro no se dé cuenta (de que no lo tiene, de que ya no está, de que lo ha perdido, de que nunca lo tuvo, de que no es tan grande, de que no es tan suficiente, de que no está bien).
La perfección es eso que muchos esperan. Pero no tanto, como aquel que pretende serlo, tenerlo, mostrarlo, vivirlo.
Porque la perfección, más que ajena, es una búsqueda propia, que creemos que el otro espera, y por eso, buscamos.
La perfección es esa carrera de caballos en la que todos los caballos pierden.
Ninguno llega a la meta.
Corren y corren y corren, y como si estuviéramos en la película Inception, como si estuviéramos en una película de Salvador Dalí, como si estuviéramos en una película de ilusiones ópticas, de ciencia ficción, de opio en las nubes, de dimensiones paralelas, de lo onírico que no entendemos;
las líneas del mundo que habitamos se difuminan, la línea de llegada, cada que vamos a llegar, se corre hacia atrás.
Hacia atrás hacia atrás hacia atrás.
Por eso es que todos los caballos pierden.
Porque ninguno llega a la meta.
Porque para la perfección, no hay meta que se alcance.
Porque la perfección no premia, no reconoce, no declara “ya está”, no dice “ha sido suficiente”, no siente “has hecho un buen trabajo”, no piensa “así está bien”.
La perfección siempre pretende que lo bueno sea mejor, que lo malo no se note, que lo excelente sea reconocido, que todo el mundo lo sepa, lo recuerde, lo exalte, diga: Eres perfecta. Tu trabajo es perfecto. Lo que haces es perfecto. Tu cuerpo es perfecto. Tú.
Pero la perfección, aunque afuera sea nombrada, adentro nunca se alcanza. La línea de llegada siempre se corre hacia atrás, los caballos siempre pierden.
Y lo que ocurre, es que para que afuera esa perfección siga siendo vista, no paramos de correr.
Los caballos siguen corriendo.
Que alguien los detenga, que alguien les diga, que nunca van a llegar, que si siguen corriendo, todos van a perder.
Y pierden, porque siguen corriendo.
Pienso en Marilyn al escribir esto último. En Norma Jeane.
Marilyn siguió corriendo.
–Aunque el contexto de su carrera de caballos haya sido distinto; con sus heridas hondas, con su infancia marcada que la llevó hasta el final–, corrió una carrera sin línea de llegada, que no era suya (aunque lo fuera).
Así que aquí la pregunta es:
¿Cuál línea de llegada sigues persiguiendo?
¿Hay algún caballo, que pueda parar de correr?
Ya sea porque ya llegó, y no se ha dado cuenta (recuerda que la línea, como la ilusión óptica que es, engaña, y se corre hacia atrás), o porque no ha llegado, pero no hay un lugar al cual llegar.
Por eso.
Que nuestros caballos, al cruzar la línea, sepan que han llegado.
Que recuerden, que la línea nunca existió.