Veo a personas haciendo lo que yo me soñaría hacer –no sabía que lo soñaba, hasta encontrarlas; no sabía que esos sueños existían, que algo así, era posible, hasta ver que ellas lo viven– y las siento tan lejos.
Pero no lejos en términos de distancia, sino de grandeza.
Lejos porque el camino recorrido ha sido grande.
Lejos porque son inmensas.
Una inmensidad que ahora abre puertas dentro de mi casa.
Una inmensidad que me da permiso, que llena de luciérnagas mis noches, que me susurra:
Las restas son para los incrédulos.
Veo esa inmensidad que no divide, sino que acerca: posibilita, extiende, abraza, enciende, crea, labra caminos, traza pincelazos llenos de estrellas.
Veo latidos tan parecidos a los míos y me pregunto:
¿Cómo es posible?
Veo anhelos del corazón tan inmensos, que ahora sus manos tocan, y me pregunto:
¿Será posible?
Y la voz que sabe algo que yo no sé, me responde:
Sin duda.
La tierra está mojada.
En esa tierra, en el tiempo que no existe todavía, nació un árbol, de esos que dan columpios.
Ese columpio se llenó de risas.
El árbol vio crecer tus sueños.
Bajo su sombra fueron creadas constelaciones, cuando todavía había sol.
Sobre sus ramas, se multiplicó la vida.
Veo a personas haciendo lo que yo me soñaría hacer, y les digo, con mi corazón lleno de lágrimas:
Gracias.
Les agradezco con mi lectura obsesiva.
Les agradezco con mis corazones (los gestos efímeros que hoy son los nuestros, pero que precisamente son los nuestros, al fin y al cabo).
Les agradezco recomendándolas.
Pero primero, le agradezco a quien me permitió encontrarlas.
Gracias, Mariana Duque Vélez, por los latidos que compartimos. Por llenar mis ojos y mi corazón, de poesía.
Y gracias a
, de , por los árboles de esos que dan columpios, que ahora me esperan.